jueves, 13 de febrero de 2014

El adiós que nunca acabó

Cada vez que me miraba en el espejo, mis ojos me retaban para ver mi interior. Estaba fría, inerte, no sentía nada más que el agua del chorro rozando mis manos arrugadas. Hacía un día precioso fuera, el sol brillaba como nunca y el azul celeste se mezclaba con el color del mar. Pero yo lo veía gris opaco. Mis recuerdos me invadían de nuevo. Querían volver a sacudirme. Había dicho adiós pero los recuerdos me obligaban a verlo desde otra perspectiva. No sentía nada. Pero quería querer a esos seres. De hecho los quería, los quiero y siempre los querré. Sé que es un típico tópico el decir de este agua no beberé, pero aseguro que no hacía falta mucho para recordarlos como algo bonito, como algo sincero. Sin embargo, todo se truncó. Salió al revés de lo esperado. Me dieron patadas, me manosearon y se fueron tan panchos. No quería eso. Yo quería sentirlos aún. La despedida fue sincera, pero el adiós nunca acaba para mí, siempre queda algo entre esas llamas. Siempre queda algo que encender. Pero no, la vida no me dio otra oportunidad, me volví sucia, vacía. Necesitaba desterrar la verdad. No quería que esto acabara así. Los llamé por separado, les dije que deberíamos vernos una penúltima vez. Me bastaba con eso. No anhelaba más que ver sus rostros de nuevo. Pero ya era demasiado tarde. El amor que me unía ellos se había marchado a la francesa mientras me tomaba una copa en el bar de enfrente. Estaba decidida a buscarlos, pero el viento ya se los había llevado al otro lado del horizonte. Había algo que me retenía entre la gente. Quería salir de allí, pero mis piernas y mis brazos se congelaron durante minutos, horas, días. No hubo vuelta atrás. El adiós que nunca acabó me besó los párpados y se esfumó por la vereda. 

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