Un
cuerpo sin vida, una boca de luz al amanecer, una nube que llora, unos pétalos
que sonríen al caer, una lata vacía encima de la mesa. Eso fue lo que me
encontré aquel día. Eso fue lo que vi al entrar en nuestra habitación. Estaba
fría y desnuda. Todo mi alrededor me daba vueltas. Abrí la ventana y dejé
escapar ese hedor a muerte.
Te
vi ahí, tumbado en el suelo completamente quieto. Rocé tus labios, pero el
sabor de tu boca sólo me recordó a muerte. Quería salir de ahí, pero algo me lo
impedía. No sé si era tu alma o era aquella mirada perdida que aún tus ojos
mostraban. No sé si era yo o tú el que debería salir de ahí pitando. Eran más
de las 6 de la mañana y los vecinos de enfrente estaban a punto de llegar.
Tenía que irme de ahí lo más pronto posible. Sabía que si me quedaba, estaría
acabada. No pude. Lo siento. Me marché. Esperaba darte una explicación, pero ya
era demasiado tarde. Ya el tiempo se había acabado. Y ya tú no estás aquí para
poder explicarte todo con detalle. Cogí la pistola, una mochila que tenías
tirada debajo de la mesa de estar, me puse un abrigo y bajé las escaleras. Ya
te explicaré por qué. Pero, no pude hacer otra cosa que dejarte ahí solo, lo
hice por los dos. Sé que algún día me comprenderás. Una vez me dijiste que si
llegábamos a esta situación, teníamos que hacer lo correcto, y eso hice. Tal
cuál tú me suplicaste.
Al
salir de nuestro edificio, me dirigí hacia nuestro parque “Los Jardines del
Edén”. Sé que pronto vendrán a por mí y sé que el primer lugar donde irán será
ahí. Pero no quiero despedirme del mundo antes de llorar por tu alma en nuestro
rincón. El parque donde nos conocimos, el banco donde nos besamos por primera
vez, aquel lugar donde pasábamos horas leyendo obras de Shakespeare y
recitábamos poemas de Keats. ¿Recuerdas?
A quien en la ciudad estuvo largo tiempo
confinado, le es dulce contemplar la serena
y abierta faz del cielo, exhalar su plegaria
hacia la gran sonrisa del azul.
¿Quién más feliz, entonces, si, con el alma alegre,
se hunde, fatigado, en la blanda yacija
de la hierba ondulante y lee una acabada,
una gentil historia de amor y languidez?
Si, atardecido, vuelve al hogar, ya en su oído
la voz de Filomela, y acechando sus ojos
la fúlgida carrera de una pequeña nube,
lamenta el deslizarse del presuroso día,
desvanecido como la lágrima de un ángel
que cae por el éter claro, calladamente.
Recuerdo
con pulcritud cómo me recitabas estas palabras de Keats. Realmente oírlas de tu
boca era una ofrenda para mis sentidos, tu voz tan dulce y salada. Tan cálida y
tan fría, tan suave y tan áspera, con la que me envolvías como pájaro a su cría.
En ese instante, ambos nos trasladábamos al siglo XVIII y observábamos
perplejos cómo aquel bello joven escribía sus poemas y sentíamos su fuerza y
amor cuando usaba la pluma. Pero no, he de volver al presente, al tenebroso y
fatídico presente. Ahora que ya no
estás, recuerdo esos años locos donde tú y yo habíamos comprendido que lo bueno
de vivir no era sentir vida y ser feliz. Lo bueno de vivir era sentir que la
pasión y la fuerza te llevan hasta el más lejano horizonte, donde el miedo y el
fracaso de los otros no corrompen nuestro camino. Sin embargo, amor mío, tú ya
no estás. Fue mi culpa, yo te arrastré al terror y al miedo. No pudimos salvar
nuestro honor y tuvimos que enfrentarnos con el infierno para conseguir un halo
de felicidad. Veo entre los árboles caduca, dos sombras mirando hacia mí. Veo como
esas sombras se acercan cada vez más. No pude resistirme amor, tuve que hacerlo.
Y con una lágrima me caí calladamente.